Con sólo mirarla podía imaginarse su olor a sábanas calientes y a flores frescas, a noche embriagadora. Envidiaba el poder para congelar personas, agitar corazones y mojar bragas que tenían sus traviesos ojos verdes. Sentía ese tipo de atracción indebida que, al ser políticamente incorrecta, era deliciosamente excitante. Ella tenía la lluvia de París pintada en la cara.
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